Pbro. Lic. José Luis Cerra Luna
Por los medios de comunicación social hemos sido enterados que alrededor de 40,000 personas han muerto como consecuencia de la guerra contra el narcotráfico. No creemos que haya alguien que sostenga la precisión de esa cifra, en cuanto que existen cientos de desaparecidos y constantemente se están encontrando fosas clandestinas en las que se amontonan los restos de incontables seres humanos. Somos también conscientes que la mayoría de los caídos son miembros de las bandas criminales que disputan las así llamadas “plazas”, sobre las que pretenden sostener la hegemonía de la ilegalidad, o de militares que salen a oponerse frontalmente a los criminales.
A los muertos habría que añadir otras víctimas: los secuestrados, los extorsionados, los amenazados, los comerciantes y profesionistas que han visto menguado su trabajo a causa de la misma guerra, las madres de familia que no saben nada de sus hijos y que vivirán el resto de su vida con la angustia anudándoles la garganta y arrasándoles los ojos; víctimas somos también todos los demás ciudadanos que hemos visto limitada nuestra libertad de movimiento y de expresión, hemos tenido que cambiar nuestras costumbres y nuestro estilo de vida e irnos acostumbrando a vivir en medio del miedo y la zozobra, confinados a la relativa seguridad de nuestros hogares.
Las autoridades nos han dicho una y otra vez que lamentan otro aspecto de esta guerra, al que ellos mismos llaman “daños colaterales”, presentes en todas las guerras, dicen. Son las víctimas inocentes que de modo incidental se encuentran en medio de actos violentos y que en esas circunstancias caen abatidos. En nuestra región, cada vez que hay eventos de esta naturaleza, empiezan a correr versiones, cifras, incluso nombres, hipótesis sin fundamento. Aunque en algunas ocasiones hemos sabido de personas concretas, prevalece una triste característica, común a la inmensa mayoría de los caídos: son seres anónimos. De los muertos en San Fernando, a la fecha sólo veinte tienen nombre.
El 2 de julio de 2011, el Padre Marco Antonio Durán Romero, párroco de San Roberto Belarmino de la Colonia Emilio Portes Gil, de cuarenta y siete años y once de ser sacerdote, ha pasado a formar parte de la cifra, es considerado un “lamentable daño colateral” más de esta guerra. Esta ocasión no se trató de un ser anónimo, los medios de comunicación social dieron la nota, las autoridades de todos los niveles mostraron su interés y preocupación, se utilizaron los medios disponibles para intentar salvar la vida del Padre Marco, la Iglesia reaccionó, manifestándose en gran número, la sociedad entera se dio por enterada de modo preciso, amplios sectores de la comunidad experimentaron un gran dolor y expresaron su consternación en voz alta. No sólo se trataba de un sacerdote, sino de un “popular” sacerdote, como dijeron los medios.
En la Eucaristía de cuerpo presente, el pasado lunes 4 de julio, Mons. Faustino Armendáriz Jiménez, quien fuera nuestro Obispo y el P. Roberto Sifuentes Aranda, Administrador Diocesano, nos dieron palabras de ánimo desde la fe en la Resurrección de Cristo, nos hablaron de la opción por la paz, del perdón y de la reconciliación, que son las columnas de nuestra posición como comunidad eclesial. Es lo que debemos siempre defender y proclamar y lo que da a final de cuentas sentido a este desconcertante dolor.
Es precisamente esta fe la que nos invita a continuar adelante en nuestra vocación ineludible a la promoción de la auténtica paz, que es fruto de la justicia; no debemos olvidar que la muerte violenta del P. Marco, lamentable por sí misma, nos indica una vez más el grado de daño que vive nuestra sociedad en todas sus estructuras, el mal se está diseminado como una metástasis y no podemos permanecer indiferentes.
¿Quién es el culpable? Por supuesto quien accionó el gatillo y a quien queremos perdonar en el nombre de Dios, nuestro sistema judicial tendría qué determinar quién fue, aunque conocemos la impunidad que no ha dejado de ser una lamentable característica que lo ensombrece, lo cual seguramente nos conducirá a la duda permanente. Sin embargo, todos de alguna manera somos responsables, no de la muerte del P. Marco en particular, pero sí de la descomposición social que se ha vuelto en contra nuestra y que provocó su muerte y la muerte de los miles que como él han caído. Es responsable la Iglesia, que no ha cumplido cabalmente su misión de transformar desde el Evangelio la naturaleza más profundas del corazón de los humanos y de las estructuras en que vive, proponiendo con claridad un estilo de vida basado en el amor; es responsable la Iglesia porque a pesar de los grandes esfuerzos que ha hecho, no ha podido defender en todos los casos la vida como el don divino más precioso cuando se convierte en un objeto desechable que no merece respeto; es responsable la Iglesia cuando busca el poder y olvida la Evangelización. Son responsables las familias, en cuyo seno no se han logrado transmitir valores como la justicia, el amor al trabajo honrado, la disciplina, el respeto a Dios, a las instituciones y a la patria; se defienden a ultranza nuevos modelos de familia como signo de modernidad y se descuida aquello que tradicionalmente había constituido el fundamento sólido de toda la sociedad. Es responsable el sistema educativo, en el que pareciera que se imponen intereses que poco tienen qué ver con la delicada tarea de formar integralmente a nuestros niños y jóvenes y en el que patentemente se resalta su baja calidad e ineficiencia. Es responsable el gobierno, y junto con él el ejército, pareciera que todavía no han podido sacudirse del todo esa metástasis que ha llegado también hasta su núcleo más íntimo; son responsables el ejército y los gobiernos por no haber diseñado una estrategia que al mismo tiempo nos defienda y extermine el crimen y la impunidad. Somos culpables todos nosotros cuando no nos responsabilizamos de nuestras respectivas vocaciones y anteponemos nuestros intereses al bien común, cuando mostramos indiferencia y falta de compromiso ante nuestra responsabilidad de construir una sociedad justa basada en la verdad. Son responsables sobre todo los criminales organizados, por su ambición, por la frialdad de sus acciones, por el envenenamiento de nuestros jóvenes, por el desprecio que muestran ante la vida, por el uso de su inteligencia y de su estructuración eficaz para fines de por sí perversos e injustificados de modo absoluto, por la corrupción que han provocado en los distintos niveles de la comunidad social; ellos son lo peor de nuestra patria, pero son reflejo de lo peor de nosotros mismos.
Junto con la fe y con la caridad, la doctrina de la Iglesia nos recuerda que de Dios recibimos la esperanza como virtud que nos anima; la misma fuerza de la resurrección de Cristo nos conduce a la esperanza, a una esperanza activa y decidida. Se hace necesario más que nunca que todos volvamos a Dios, convertirnos, orar, reflexionar, asumir con responsabilidad nuestras vidas, permitiendo que nuestras existencias tengan una orientación y finalidades buenas, la comunidad cristiana está llamada a ser fuente de transformación en medio de este mundo. No todo está perdido, los cristianos creemos en el ser humano. Que la muerte del Padre Marco nos una más en lo que Iglesia y sociedad debemos ser, ese será nuestro principal tributo a su memoria y a la memoria de todos los caídos.
Las almas de los miles de difuntos, cuya sangre ha manchado nuestras tierras y nuestras conciencias, descansen en paz. Así sea.
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